miércoles, 17 de septiembre de 2025

Reducción de la jornada: La factura que nadie quiere contar

La propuesta de reducir la jornada laboral en España de 40 a 37,5 horas semanales sin reducción salarial, impulsada por la vicepresidenta segunda del Gobierno, fue tumbada en el Congreso el 10 de septiembre de 2025.

El rechazo no cierra el debate. Al contrario, abre un espacio imprescindible para reflexionar sin la demagogia que suele dominar titulares y tertulias. Durante semanas el relato ha sido casi unánime: más tiempo en familia, mejor conciliación, más bienestar. Todo suena irrefutable.

Pero apenas se ha hablado de la otra cara: el coste real de una medida obligatoria y general que golpea de forma muy distinta a cada sector. Reducir la jornada no es gratis. Alguien paga la factura.


Productividad y costes: la ecuación que no cuadra igual en todos los sectores

Es cierto que hay estudios que sugieren que menos horas pueden traducirse en mayor concentración y menos tiempo muerto. Pero esta ecuación funciona, sobre todo, en entornos de oficina o sectores de alta productividad. ¿Qué ocurre en negocios donde el tiempo de trabajo está directamente ligado al servicio, como bares, restaurantes, comercios o transporte? La respuesta es clara: el servicio no se puede “optimizar” hasta hacer que una mesa se atienda sola o un café se sirva en menos tiempo.

En hostelería, cada hora de trabajo equivale a una hora de servicio directo al cliente. Reducir la jornada legal de 40 a 37,5 horas sin reducir el salario del trabajador, implica que el coste de cada trabajador se incremente en 6,67%. Explicado en términos más concretos:

En un pequeño restaurante de Pontevedra que tenga cuatro empleados a jornada completa, que es poco, esta reducción forzosa de la jornada laboral incrementa en aproximadamente 480€ por mes el coste laboral de la empresa, aunque en el papel “no haya subido el salario”. Me explico, el empresario de este ejemplo sigue pagando el mismo salario pero con 10 horas menos de servicio. Sus opciones son limitadas:

  1. Contratar un trabajador a 10H semanales para cubrir las horas perdidas, que precisamente le costaría de 480 a 500 euros por mes. Con la dificultad añadida de que casi nadie acepta contratos de solo 10 horas semanales. En un ejercicio de 'ingeniería laboral', el empresario podría verse 'forzado' a pactar con los trabajadores una reducción de jornada (y de sueldo) a 35 horas (o menos), para que el nuevo trabajador pueda tener al menos 20H semanales.

  2. Reducir (aún más) sus horarios de apertura al público, con lo cual mantiene igual el coste laboral pero pierde ventas y margen, lo que, de nuevo, incrementará el peso de los costes fijos. E indirectamente perjudica a los consumidores, quienes ya se quejan hoy día de los recortes de horario en el sector.

  3. Repercutir el nuevo coste laboral en los precios de carta. En un sector donde la competencia es feroz, cada céntimo importa.

Cualquiera sea la opción que elija el empresario, el resultado es el mismo: alguien tiene que pagar la factura de la reducción de jornada.


Quién paga realmente la factura

Alguno de nuestros lectores, o todos, podrían responder: Si es un buen empresario, sabrá compensar o recuperar el coste de esta reducción de jornada, habrá alguna manera. Y sí, las hay, pero las opciones que tiene el pequeño restaurante de Pontevedra para compensar este sobrecoste laboral son limitadas, y algunas probablemente inalcanzables. Para que lo entienda el común de nuestros lectores, si asumimos que en la estructura de costes de un restaurante, el coste laboral no debería exceder de 33%, estamos diciendo que el restaurante de nuestro ejemplo, tiene dos opciones principalmente:

  • Si elige conservar su plantilla de cuatro empleados y reducir 10H de servicio a la semana (cerrando un día, por ejemplo), necesita seguir facturando lo mismo que venía facturando, pero con cuatro días menos de trabajo al mes y sin subir precios de la carta.

  • Si elige contratar un trabajador para cubrir las 10H de servicio perdidas, necesita incrementar su facturación promedio mensual en al menos 1.500 euros (sin subir los precios en la carta), precisamente en 2025, cuando las estadísticas del sector apuntan a una reducción de clientes y/o del ticket promedio en el sector.

Entonces, ¿quién paga la factura?

  • El empresario, si decide no trasladar el sobrecoste laboral y asumirlo a costa de su margen. Esto, en un negocio con beneficios ajustados, puede marcar la diferencia entre seguir abierto o cerrar.

  • El cliente, si el empresario decide repercutir el coste en los precios de la carta. Una subida del 6-7 % en el coste de personal se traduce necesariamente en un incremento de precios finales al consumidor de al menos un 2,5% (sin contar los incrementos por causa de los costes de materia prima, servicios, etc.). Sin tecnicismos, ¡Inflación!

  • El trabajador, paradójicamente, porque el empresario puede optar (legal y justificadamente) por reorganizar o reducir la plantilla, limitar turnos o contratar menos indefinidos para ganar flexibilidad.

No importa cómo de bonito lo pinten, ¡no hay magia! La reducción obligatoria y general de la jornada sin ajuste salarial es, en la práctica, un impuesto oculto que pagaremos todos.


Más allá de la demagogia:
una propuesta de debate serio

Nadie discute que la conciliación familiar y el bienestar del trabajador son metas legítimas que deben procurarse, incluso para un empresario serio, inteligente y responsable, porque nadie discute que un trabajador contento y motivado con su puesto de trabajo es, necesariamente, un trabajador más feliz y más productivo. Pero confundir el legítimo derecho a la conciliación y al descanso con un decreto de imposición universal y genérica es un error de política económica.

Tal como se ha propuesto, la reducción de la jornada laboral es una medida general que ignora la diversidad del tejido empresarial. España es un país de PYMES: el 99 % de las empresas lo son. La mayoría trabaja con márgenes ajustados, especialmente en sectores de servicios. Aplicar una medida idéntica para una multinacional tecnológica y para una cafetería de barrio es desconocer cómo funciona la economía real.

Así impuesta, la reducción de la jornada supondría un shock de costes difícil de absorber en el sector restauración sin aumentar precios, recortar inversiones o limitar el crecimiento. Los efectos colaterales llegan de inmediato: menor contratación estable, más rotación, externalización de servicios, o cierre de negocios que no puedan trasladar el coste.

La negociación colectiva ya permite que convenios de hostelería pacten jornadas más cortas siempre que la productividad y la caja lo soporten.
Pero imponerlo por ley, sin matices, convierte la excepción en obligación. Además, las
dificultades prácticas son considerables: turnos, festivos, temporada alta, picos de demanda. Un negocio de restauración no puede simplemente “ganar eficiencia” para que la mesa se sirva antes ni sustituir horas presenciales por teletrabajo.

Precisamente, las reducciones de jornada a 35 horas que ya existen —por ejemplo en administraciones públicas o en convenios de grandes empresas—son fruto de acuerdos sectoriales, no de decretos generales y demagógicos cuyo único propósito es capturar los votos de una población legítimamente interesada en descansar y conciliar su vida laboral con la familiar.

Si España quiere seguir avanzando en esa dirección, y puede hacerse, sería más sensato:

  • Incentivar la negociación sectorial, con ayudas a empresas o a sectores que pacten reducciones graduales.

  • Vincular la reducción a mejoras de productividad medibles, no solo a un calendario político.

  • Focalizar apoyos en PYMES, que son las más expuestas y, a la vez, las que sostienen la mayoría del empleo.


EN Conclusión: el bienestar no se decreta

Puede que reducir la jornada laboral sea un acto de justicia social, ¡pero tiene un coste! Y a la ciudadanía hay que decírselo. Es una decisión con impacto directo en la estructura de costes de miles de pequeños negocios, especialmente en la restauración. Si se impone sin planificación ni consenso, el resultado será paradójico: menos empleo, precios más altos y una presión insostenible sobre quienes crean trabajo.

La verdadera modernización del trabajo pasa por flexibilidad, productividad y diálogo real, no por medidas uniformes y populistas que ignoran la realidad económica. Si queremos que el bienestar de los trabajadores mejore de verdad, primero debemos asegurar que las empresas —grandes y pequeñas— puedan seguir existiendo para pagar esos salarios.

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